“Grave perturbación del funcionamiento de la sociedad, que causa amplias pérdidas humanas, materiales o medioambientales, que exceden la capacidad de la sociedad afectada para afrontarla utilizando sólo sus propios recursos” (UNDHA, 1993:21). Esta perturbación suele estar concentrada en el tiempo y el espacio.
Es importante comenzar diferenciando el concepto desastre del de catástrofe. La catástrofe es un evento natural (sequía, inundación, huracán) o humano (conflicto armado, accidente nuclear) que actúa como detonante de una crisis. Por su parte, el desastre consiste en el impacto de esa crisis, en sus perniciosas consecuencias humanas, sociales y económicas, tales como: el hundimiento de los sistemas de sustento, las hambrunas, las epidemias, el incremento de la mortalidad, las migraciones forzosas (con el consiguiente abandono de las casas y las actividades económicas, y con la fragmentación de comunidades y familias), la desestructuración de la sociedad, la alteración de sus normas éticas y sociales, etc.
El desastre se produce como consecuencia de un proceso de crisis que es desencadenado por una catástrofe, al actuar sobre una determinada situación de vulnerabilidad preexistente, cuando la comunidad o sectores afectados no disponen de las capacidades necesarias para ejecutar las estrategias de afrontamiento con las que resistir a tal proceso. De esta forma, la interrelación entre tales factores se podría expresar con la siguiente fórmula:
Desastre = vulnerabilidad + catástrofe– estrategias de afrontamiento
Los desastres son fruto de la combinación de todos esos factores. La profundidad y amplitud del desastre depende, por supuesto, del tipo, intensidad y duración de la catástrofe. Pero más determinante aún es el nivel de la vulnerabilidad preexistente. De hecho, un grupo muy vulnerable puede verse gravemente afectado por una catástrofe de escaso relieve, mientras que otro grupo poco vulnerable puede salir indemne de una catástrofe más seria. De este modo, las catástrofes rara vez se traducen en un desastre allí donde la población es poco vulnerable (caso de los países ricos). Sobreviene el desastre allí donde existe un número significativo de familias vulnerables, que se ven severamente golpeadas por la catástrofe, y que disponen de pocos recursos materiales, sociales o sicológicos para implementar aquellas estrategias de afrontamiento necesarias para afrontar la crisis.
La comprensión de los desastres como fruto en gran medida de la vulnerabilidad sólo ha sido posible tras una evolución teórica habida en las últimas décadas. A lo largo de la historia, los desastres han sido explicados como fenómenos esencialmente naturales, o como expresión de la voluntad o el castigo de Dios. Los desastres serían eventos naturales (causados sobre todo por fenómenos meteorológicos), excepcionales, inesperados y sin relación alguna con los procesos sociales habituales, con la vida diaria. Este enfoque natural se ha complementado además con otras explicaciones centradas en una supuesta mala gestión de los recursos naturales por parte de las víctimas (sobrecultivo, sobrepastoreo, tala abusiva del bosque), debido a su ignorancia o a un comportamiento irracional.
Estas explicaciones centradas en la naturaleza o en la mala gestión han conllevado que se buscaran soluciones meramente técnicas y formativas, como la extensión agraria, la difusión de nuevos métodos agrícolas resistentes a la falta de lluvias, los sistemas de contención frente a las inundaciones, o los sistemas de alerta temprana contra las sequías. Esta visión fue abrazada por el modelo de desarrollo denominado modernización o desarrollismo, en boga en los años 50 y 60, para el cual las catástrofes naturales se desataban debido al subdesarrollo, concebido como un atraso temporal de la economía en un camino determinado (ya seguido por Occidente) que va desde la tradición hacia el pleno desarrollo. Por tanto, la solución a los desastres consistiría en el progreso, basado en la superación de las estructuras tradicionales y la inserción de otras modernas y occidentales, lo que permitiría alcanzar la seguridad propia de las sociedades industriales. Es decir, se proponía la transferencia de alta tecnología a los países subdesarrollados, lo que se tradujo en un modelo de desarrollo basado, frecuentemente, en grandes proyectos. Por su parte, las explicaciones sociales, que pudieran poner en cuestión privilegios o políticas determinadas, fueron largamente marginadas.
Desde los años 70 y, sobre todo, los 80, frente a dicho enfoque natural comienza a desarrollarse otro de orientación social. Este enfoque alternativo, aunque no niega la importancia de las catástrofes naturales como activadoras de los desastres, pone más el acento en el estudio de las estructuras y procesos socioeconómicos de desigualdad y pobreza como causantes de la vulnerabilidad, o caldo de cultivo que posibilita los desastres. Los desastres son vistos así como consecuencia de las condiciones de la vida cotidiana, no como fenómenos al margen de ésta; como resultado de determinado modelo de desarrollo, más que como la ausencia o interrupción de éste. A la formulación de tal enfoque social contribuyeron de forma decisiva la reflexión teórica sobre varios desastres habidos en los 70; la teoría de la dependencia, que en los 60 y 70 analizó los problemas del Tercer Mundo basándose en sus relaciones estructurales de explotación y dependencia respecto al Norte, y la teoría de las titularidades al alimento de Amartya Sen (Poverty and Famines, 1981), que comprueba que la mayoría de las hambrunas son fruto, no de la falta de alimentos, sino de la falta de acceso a los mismos por parte de las familias sin recursos; en definitiva, fruto de la pobreza.
Afirmar que los desastres son acontecimientos humanos está lejos de ser una obviedad. Aunque es una idea que, tras décadas de evolución teórica, ha sido ya ampliamente incorporada al campo académico, todavía no ha sido plenamente asumida por la política, los medios de comunicación o la opinión pública. Siguen pesando mucho las explicaciones convencionales sobre los desastres, centradas en las causas naturales. Esto responde en parte a que una inundación o un terremoto aparecen ante nuestros ojos como causas evidentes, directas y simples. Pero también se debe a un cierto interés ideológico y político por ver los desastres como consecuencia de la fatalidad, de los caprichos de la naturaleza, con lo que resultarían ajenos a la realidad social. En otras palabras, serían fenómenos inevitables por los que no pueden ser responsabilizados ni los gobiernos con sus políticas, ni los agentes económicos con sus prácticas e intereses, ni ninguna otra institución humana.
Además, estas explicaciones naturales convencionales de los desastres también guardan cierta correspondencia con una determinada forma de concebir a sus víctimas como seres desvalidos, pasivos, sin capacidades y recursos propios, totalmente dependientes de la asistencia que reciban. Y se corresponden también con cierta concepción de la propia ayuda, como la provisión caritativa de bienes para la supervivencia (práctica muy enraizada en la cultura judeocristiana y en otras), más que como instrumento de empoderamiento y de superación de injusticias o desigualdades.
Sin embargo, como hemos visto, se ha abierto paso una comprensión de los desastres que subraya las causas económicas, sociales y políticas que conforman la vulnerabilidad o predisposición a los mismos. Tales causas responden a una amplia gama de factores, estructurales y coyunturales, como por ejemplo los procesos históricos, el contexto económico, las relaciones sociales y de género, los problemas medioambientales, las políticas sociales, la pobreza y exclusión social, y un largo etcétera. Las intervenciones, tanto de respuesta ante los desastres como de prevención de los mismos, sólo tiene posibilidades de éxito si tales factores son comprendidos en toda su complejidad, desde un análisis multisectorial, lo cual se intenta expresar en la figura adjunta sobre la estructura causal del desastre.
Como hemos mencionado, los desastres son socialmente selectivos: se ceban en los pobres, vulnerables y carentes de poder, en tanto que rara vez tocan a los ricos y poderosos. Peor aún, los desastres son procesos que estimulan la polarización social, que tienen perdedores pero también ganadores. Cuando la crisis es ya profunda, los sectores más vulnerables, a fin de poder comprar alimentos y otros bienes básicos para la supervivencia, no tienen más remedio que malvender a precio de saldo sus bienes productivos (herramientas, ganado, tierra) a los sectores adinerados y poderosos (grandes agricultores, comerciantes, elites políticas), quienes sí disponen de recursos para resistir a la crisis y pueden engrosar así su patrimonio. Cuando, además, el desastre se desarrolla en un contexto de conflicto civil, la violencia contra la población suele constituir un medio para favorecer un despojo rápido mediante el robo, el éxodo forzado o la llamada “limpieza étnica”. El desastre, por tanto, puede ser deliberadamente creado o estimulado por ciertos sectores para posibilitar esa transferencia de recursos (De Waal, 1993).
Tipos de desastre
Cada tipo de desastre presenta diferencias en cuanto a sus características, su impacto destructivo, las necesidades que suscita entre la población, y las dificultades logísticas que representa para la ayuda. Esto depende no sólo del nivel de vulnerabilidad existente, sino del tipo de catástrofe que actúe como detonante de la crisis. Veamos algunos rasgos de los desastres motivados por los principales tipos de catástrofe:
a) Sequías
Las crisis desencadenadas por las sequías tienen una gestación lenta, en un proceso que puede durar dos o tres años, y que consiste en el paulatino agotamiento de las reservas de alimentos o dinero, así como de los bienes productivos, por parte de los sectores vulnerables. Las estrategias de afrontamiento y la solidaridad comunitaria pueden ser bastante efectivas, pero se debilitan y agotan si la crisis se prolonga en el tiempo. Por tanto, el impacto de las sequías se centra en el empobrecimiento y en la pérdida de producción agrícola, procesos que pueden revertirse cuando vuelvan las lluvias y mejoren las cosechas. Por su parte, otros aspectos importantes no se ven afectados, como son las infraestructuras y los servicios (salvo el aprovisionamiento de agua), la articulación social, los circuitos comerciales, o el funcionamiento y legitimidad del Estado.
En consecuencia, la provisión de ayuda ante las sequías no presenta problemas logísticos tan acuciantes como en otros desastres. Su lenta gestación permite preverlas a tiempo mediante los sistemas de alerta temprana, así como tomar medidas para la mitigación de sus efectos con la suficiente planificación, dado que no existe una fuerte premura de tiempo. A esto se añade que, a pesar de la crisis, la mayoría de las familias seguramente dispondrán todavía de algunos recursos propios (reservas de comida, dinero, mecanismos de solidaridad, etc.). Por esto último, la ayuda debe examinar cuál es el nivel de autosuficiencia disponible y limitarse a complementar lo que ya tienen.
b) Terremotos
Se trata de cataclismos repentinos, difíciles de prever y mitigar, y que provocan sobre todo la destrucción de las viviendas, las industrias, las vías de comunicación, las infraestructuras de agua y saneamientos, etc. Por consiguiente, sus efectos principales suelen consistir en la perturbación del sistema de transporte, la paralización de las redes comerciales, el riesgo de epidemias por la falta de agua limpia y los problemas de salubridad (en las ciudades), y el empobrecimiento por aumento del desempleo. Sin embargo, no suelen producir daños a la producción agrícola ni a las reservas de alimentos, por lo que cuando hay déficits alimentarios son generalmente de escasa importancia, cortos y en zonas localizadas. De este modo, la ayuda alimentaria no suele ser una prioridad, pero sí las intervenciones en materia de agua y saneamiento (Glasauer y Leitzmann, 1988:6-17).
c) Inundaciones y tifones
Son también cataclismos rápidos que, como los terremotos, pueden destruir las casas, las fábricas, las infraestructuras de transportes y las de los servicios básicos. Pero, a diferencia del caso anterior, éstos sí destruyen la producción agrícola y las reservas de alimentos. La principal amenaza, en cualquier caso, proviene de la propagación de epidemias por problemas derivados del agua. Por consiguiente, la prioridad más urgente en estos casos no suele ser la comida (al menos durante los primeros días o semanas), sino el abrigo, el agua potable, los saneamientos y la asistencia sanitaria.
d) Conflictos armados
Los conflictos civiles armados dan lugar a desastres con un impacto destructivo más amplio, profundo y duradero que las catástrofes naturales. Los conflictos no sólo destruyen o desbaratan las infraestructuras públicas, los servicios básicos, las redes comerciales o la producción agrícola, como en los casos anteriores, sino que originan otros muchos perjuicios. Entre ellos figuran los desplazamientos o migraciones forzosas de población, o el hambre utilizado como arma de guerra, lo que ha desencadenado muchas de las peores hambrunas de las últimas décadas, sobre todo en África. Los conflictos, además, originan perjuicios de hondo calado que rara vez se derivan de las catástrofes naturales, como la alteración de las pautas de convivencia, la quiebra de las redes sociales de solidaridad tradicionales, y la crisis de gobernabilidad por la fragmentación o la pérdida de legitimidad del Estado. Del mismo modo, la violencia dificulta la implementación de las estrategias de afrontamiento familiares contra la crisis, así como el reparto de la ayuda internacional, parte de la cual suele ser objeto de apropiación o desvío por los contendientes. K. P. [1][1] http://www.dicc.hegoa.ehu.es/listar/mostrar/72